martes, 11 de agosto de 2009

Las comedias reinan en la cartelera de cine

Dado que, por regla general, resulta más bien difícil tomarse en serio la cartelera de cine –si suena a queja es porque lo es– tiene gracia que esta semana el rasgo común de los estrenos cinematográficos sea que, ejerciendo una saludable forma de autocrítica, se tomen a sí mismos más bien a broma. Es un halago, el único que puede hacérsele a algunos de ellos.
Qué remedio, debió de pensar el director Stephen Sommers –responsable de La momia y Van Helsing– cuando acometió la tarea de dirigir G.I. Joe, basada, como la exitosa saga Transformers, en unas figuras de plástico articuladas comercializadas en su día por la empresa juguetera Hasbro. Semejante pedigrí queda claro contemplando la película: uno se siente como un niño que golpea sus muñequitos los unos contra los otros y luego los hace volar con petardos. Sommers ha hecho más o menos eso, pero con mucho más dinero –aunque los efectos especiales son apropiadamente chuscos– y velocidad. Las secuencias de destrucción se suceden a todo trapo, en el aire, en el suelo, bajo el agua...
Como es costumbre en este tipo de películas, todo lo que G.I. Joe tiene de grande lo tiene de tonta. El argumento es así: un equipo multinacional que incluye varios hombretones, un pedazo de hembra y un ninja mudo deben salvar el mundo de una plaga de nanorrobots. La película podría proyectarse como elemento decorativo en un museo o en un bar, dado que no sigue una lógica narrativa especialmente rigurosa, se limita a correr y hacer ruido rompiendo cosas –la Torre Eiffel entre ellas–. Ese simplismo tan veraniego convierte esta cinta hipervitaminada, berzotas y brutalmente entretenida en algo parecido a una atracción de parque temático. ¿Se imagina usted a bordo del Dragon Khan durante dos horas? Pues eso.
Hablando de atracciones turísticas, resulta más fácil considerar Mi vida en ruinas como tal que como un filme, dado que su argumento es una excusa barata para llevarnos de paseo por el Partenón y otros de los reclamos para touroperadores que Grecia posee. Nuestra guía es la actriz griega Nia Vardalos, a la que hace unos años le tocó la lotería protagonizando el inesperado e inmerecido éxito Mi gran boda griega y que ahora, con más sentido del humor que gracia, trata de continuar la fiesta retratando su país como una especie de agujero tercermundista habitado por vagos y corruptos que todo lo arreglan bailando como Anthony Quinn en Zorba el Griego.

EL EXILIO DE NAPOLEÓN EN ELBA / Mucho menos caso a los clichés hace el actor Daniel Auteuil en Napoleón y yo, en la que, en la piel del emperador, transmite el tipo de palpable carisma que uno le presupone a Bonaparte pero que el cine casi nunca antes había sabido capturar. La película recrea su exilio en Elba en el año 1814 a través de los ojos de Martino, un joven cabreado que, sin querer, inicia una amistad con Napoleón a pesar de su ferviente convicción de que debe asesinarlo. Pese a que el director Paolo Virzi mezcla un humor compuesto de bufonadas, confusiones lingüísticas y elementos propios de la commedia dell’arte –adulterios, envidias y amoríos– con ciertas meditaciones políticas, sus ganas de cachondeo son realmente obvias: hasta incluye un chiste de pedos.
Napoleón no es el único líder histórico convertido esta semana en objeto de farsa. Pese a que los alemanes se han resistido durante mucho tiempo a reírse de Adolf Hitler –Lubitsch, recordemos, rodó Ser o no ser en Hollywood– hay que reconocer que el tipo lo pedía a gritos. En Alemania Mein Führer se estrenó hace dos años, y a su director, Dani Levy, le cayeron palos de todos lados por tomarse a broma el nazismo –y porque la película es mala–. En su país siguen prefiriendo obras como El hundimiento, representaciones del nazismo que nacen con el fin de imponer dogmatismos respecto a la historia y que, en fin, se toman a sí mismas exageradamente en serio.

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